LA CONFESIÓN DE CHARLES LINKWORTH CN © 2005 - Mª Ángeles Gilabert Carrillo © 2012

E. F. Benson

Traducido por Mª Ángeles Gilabert Carrillo




 

 

E l  doctor Teesdale visitó al condenado en la prisión una o dos veces antes de que éste fuese ejecutado. Con frecuencia, los condenados sienten una extraña paz a medida que se acerca la hora de su muerte. Esto también le sucedió a Linkworth. Mientras hubo un atisbo de esperanza de salvar su vida, sufrió terribles dudas y temores. Pero, cuando esa esperanza se desvaneció, aceptó que su muerte era inevitable y adoptó una cierta resignación.

 

         El crimen había sido especialmente horrible y por eso nadie se compadeció de él en ningún momento. El condenado era propietario de una pequeña papelería en Sheffield, en el N de Inglaterra. Vivía allí con su esposa y con su madre. La anciana no era rica, pero tenía ahorradas quinientas libras, y Linkworth lo sabía. Su esposa estaba pasando unos días en casa de unos amigos, así que, aprovechando su ausencia, Linkworth estranguló a su madre únicamente para quedarse con su dinero.

 

         Lo cierto es que Linkworth y su madre no congeniaban. En los últimos años habían sido frecuentes las discusiones entre ellos. Ella le había amenazado varias veces con coger su dinero y marcharse a vivir a cualquier otro lugar. De hecho, el día del asesinato, Linkworth y su madre tuvieron una violenta pelea. La anciana sacó todo su dinero del banco con la intención de marcharse de Sheffield al día siguiente. Le dijo a su hijo que se iba a vivir con unos amigos a Londres. Entonces, él vio la ocasión propicia y esa misma tarde la estranguló. Luego, apenas anocheció, enterró el cuerpo sin vida de su madre en un pequeño jardín que tenía en la parte trasera de la tienda.

 

         Estudió detenidamente el siguiente movimiento a realizar, antes de que su mujer regresara. Así, por la mañana, empaquetó la ropa de su madre, la bajó a la estación y la envió a Londres en un tren de pasajeros. Por la tarde, invitó a unos amigos a cenar y les contó que su madre se había marchado. Admitió que jamás se habían llevado bien e incluso confesó que no lamentaba su partida. Y añadió  que ella no le había dado ni siquiera su domicilio en Londres. De esta manera, Linkworth conseguía dos cosas: que su mujer no pudiese escribir a la anciana y que todo pareciera normal.

 

         Cuando su esposa regresó, Linkworth le contó la misma historia y ella, lógicamente, lo creyó. Lo cierto es que no había nada de raro ni de sorprendente en ella. Transcurrió un tiempo en el que todo fue muy bien. Al principio, Linkworth fue prudente. No pagó inmediatamente sus deudas. Además, alquiló la habitación de su madre a un huésped. Se dedicó a comentar lo bien que le iba últimamente su negocio. Transcurrió un mes antes de que abriese el cajón en el que su madre guardaba el dinero bajo llave. Entonces, cambió dos billetes de cincuenta libras y devolvió el dinero que debía.

 

         Sin embargo, a partir de ese momento, se volvió descuidado. En lugar de seguir siendo cauto, ingresó 200 libras en el banco. Entonces empezó a ponerse nervioso y a pensar en el cuerpo que tenía en el jardín. ¿Estaría bien enterrado? Compró piedras de varios tamaños y pasó las largas tardes de verano construyendo un jardín pétreo sobre la tumba. Las flores crecieron y Linkworth volvió a sentirse tranquilo y confiado.

 

         Pero entonces ocurrió algo inesperado. El equipaje de su madre había llegado a la estación de Kings Cross, en Londres y, naturalmente, nadie lo había recogido. Se envió entonces a la oficina de equipajes perdidos, a esperar a su dueño. El tiempo pasó, sin que nadie viniera a reclamarlo, hasta que se produjo un incendio en la oficina. El equipaje de la anciana se destruyó en parte y la compañía de trenes escribió a su domicilio de Sheffield.

 

         La carta iba dirigida  a la Sra. Linkworth y, lógicamente, fue la esposa de Linkworth quien la abrió. Y esto fue el principio del fin para él. ¿Qué hacía el equipaje de su madre en la oficina de equipajes perdidos? Como es normal, no pudo dar una explicación razonable. Antes bien, tuvo que denunciar su desaparición a la policía. A partir de ahí, la lenta y silenciosa maquinaria de la ley inglesa se puso en movimiento. Hombres silenciosos y vestidos de negro visitaron la tienda de Linkworth. Preguntaron en su banco e inspeccionaron el jardín de piedra que tenía tras la tienda. Lo siguiente fue el arresto y el juicio.

 

         Por último, llegó el día de la sentencia. Las mujeres se arreglaron con esmero para asistir al juicio. Se pusieron grandes sombreros y la sala brillaba con mil colores. Nadie sentía compasión por el joven condenado. Muchas de las personas que estaban allí eran madres. El crimen cometido por el prisionero era un crimen contra todas las madres, así que, cuando el juez se puso el birrete negro, todos se alegraron. Sabían lo que esto significaba y estaban de acuerdo. Aquel hombre era un asesino y el juez debía condenarlo a muerte.

 

 

 

 

 

2

______________

 

         Linkworth fue hacia el patíbulo con el rostro tranquilo e inexpresivo. El Sr. Dawkins, el capellán de la prisión, hizo lo posible para que el reo confesara su crimen y manifestase su arrepentimiento. Pero Linkworth no quiso admitir su culpa. Aquella cálida mañana de septiembre, el sol brillaba sobre el siniestro grupo que cruzaba el patio de la prisión. El capellán rezaba. Los oficiales taparon la cara del reo con un trapo negro. Le ataron las manos a la espalda y lo condujeron a la horca para castigarlo por su crimen.

 

         A continuación, el doctor Teesdale tenía que asegurarse de que el hombre estaba muerto. Y así lo hizo. Por supuesto, lo había presenciado todo. Había oído los rezos del capellán y había visto a los oficiales poner la soga alrededor del cuello del condenado. Había contemplado cómo su cuerpo temblaba y se agitaba unos instantes, hasta pararse definitivamente; fue una muerte limpia. Una hora después, tenía que examinar el cuerpo y de nuevo comprobó que todo era normal. El prisionero tenía el cuello roto; la muerte había sido rápida e indolora. Sin embargo, al examinarlo, Teesdale tuvo una sensación muy extraña. Sintió que el espíritu del condenado estaba muy cerca. Pero el cuerpo estaba frío y rígido, pues Linkworth llevaba muerto ya una hora.

 

         Entonces sucedió otra cosa extraña. Uno de los oficiales de la prisión entró en la habitación:

 

         —Disculpe, doctor —dijo respetuosamente—. ¿Han traído la soga con el cuerpo? Como sabe, el reo puede quedarse con ella, pero no la encontramos.

 

         —No —dijo Teesdale, sorprendido—. No está aquí. ¿Ha mirado en el patíbulo?

 

         Teesdale no pensó más en el tema. La desaparición de la soga, aunque fuera rara, no era particularmente importante.

 

         El doctor Teesdale era soltero y gozaba de una buena posición económica. Vivía en un agradable pisito a cierta distancia de la prisión. El Sr. y la Sra. Parker, unas personas excelentes, cuidaban de él. En realidad, no necesitaba el dinero que ganaba como médico. Pero le interesaban el crimen y los criminales. Esa tarde, Teesdale no podía dejar de pensar en Linkworth.

 

         «Fue un crimen horrible —se decía—. En realidad, Teesdale no necesitaba desesperadamente el dinero. Era un crimen antinatural: ¿estaría acaso loco? En el juicio dijeron que era un marido amable, un buen vecino… ¿por qué de repente hizo algo tan horrible? Además, nunca lo confesó. Jamás pidió perdón. Si todo el mundo sabía ya que era culpable: ¿por qué no lo confesaría?»

 

         Aquella noche, sobre las nueve y media, y después de disfrutar una de las excelentes cenas de la Sra. Parker, Teesdale estaba sentado a solas en su estudio. De pronto, volvió a notar la sensación de otra presencia, de un extraño espíritu. Teesdale no estaba particularmente sorprendido. «Si el espíritu continúa vivo tras la muerte del cuerpo —se decía— ¿resulta tan raro que permanezca un tiempo en este mundo?»

 

 

3

______________

 

         De pronto, el teléfono de su mesa empezó a sonar. Normalmente tenía un sonido fuerte y vivo, pero esta vez sonaba muy suavemente. «Quizá esté estropeado» —pensó Teesdale. Sin embargo, el aparato continuaba sonando, así que se levantó y cogió el auricular.

 

         —¿Dígame? —contestó.

 

         Sólo se oía un susurro, por lo que Teesdale insistió:

 

         —¡No le oigo! —dijo— ¡Hable más alto, por favor!

 

         De nuevo se oyó el susurro, pero Teesdale no conseguía entender nada. Entonces, el sonido fue bajando, hasta desaparecer.

 

         Permaneció allí parado unos instantes. Luego llamó a la operadora:

 

         —Acabo de recibir una llamada telefónica —dijo—. ¿Por favor, podría decirme de dónde procedía?

 

         La operadora lo comprobó y le dio un número. Para sorpresa de Teesdale, era el número de la prisión. Inmediatamente llamó.

 

         Le contestó una voz clara y fuerte. Reconoció enseguida a Draycott:

 

         —Lo siento, doctor. Debe haber algún error. No le hemos llamado.

 

         —¡Pero si la operadora dice que llamaron desde ese teléfono hace unos cinco minutos!

 

         —Debe de estar equivocada, doctor. Lo siento.

 

         —¡Qué raro! En fin, buenas noches, Draycott.

 

         Teesdale se sentó de nuevo. «Qué cosa tan extraña» —se dijo—. Empezó a pensar en el sonido extraño que había hecho el teléfono, y en el susurro que había oído cuando contestó. «Me pregunto si… —pensó en voz alta— Pero… no, no, es imposible».

 

         A la mañana siguiente, acudió a su trabajo en la cárcel como de costumbre. De nuevo sintió una presencia cerca de él. Y la sintió aún con más intensidad en el patio de la cárcel, cerca del patíbulo. A la vez, en su interior crecía un profundo y misterioso pánico. Aquél espíritu necesitaba ayuda. Esta sensación era tan fuerte que casi esperaba ver a Linkworth allí, mirándolo.

 

         Volvió al hospital de la prisión y se concentró en su trabajo. Pero la sensación de no estar solo no lo abandonaba. Finalmente, antes de irse a casa, Teesdale se acercó al patíbulo. Arriba, al final de la escalera, se encontraba el condenado con la cuerda alrededor del cuello. Teesdale se giró horrorizado y salió enseguida, blanco de espanto. Sin embargo, era un hombre valiente y pronto se avergonzó de su actitud. Quiso volver sobre sus pasos, pero sus músculos no le obedecían. De repente, tuvo una idea: llamaría a Draycott, el oficial de la prisión.

 

         — ¿Está seguro de que anoche no llamó nadie? —le preguntó.

 

         Draycott dudó por un instante.

 

         —Nadie llamó, doctor. Yo estaba sentado cerca del teléfono. Si alguien lo hubiera usado, yo lo habría visto.

 

         —No vio a nadie, entonces.

 

         —Así es, señor… —dudó de nuevo.

 

         —¿En algún momento tuvo la sensación de que había alguien más allí? —preguntó el doctor con sutileza.

 

         — Me… me temo que sí, señor —dijo Draycott—. Pero esperaba estar equivocado. Tal vez estaba medio dormido. Supongo que me equivoqué.

 

         —O tal vez, no —dijo el doctor—. Yo sé que no me equivoqué cuando oí sonar mi teléfono anoche. No sonaba como siempre. El sonido era tan suave que apenas lo oí. Y cuando lo cogí, sólo pude oír un susurro. Sin embargo, al hablar con usted, su voz sonaba fuerte y clara. Ahora estoy convencido de que alguien… o algo me llamó anoche. Usted estaba allí y sintió su presencia aunque no viera nada.

 

         Draycott contestó:

 

         —Mire, doctor. Yo no soy un hombre nervioso, ni tengo mucha imaginación. Pero allí había algo. Era una noche cálida, sin una pizca de aire. Sin embargo, algo movió las páginas de la guía telefónica y sopló en mi cara, con un frío desolador.

 

         El doctor lo miró seriamente.

 

         —¿Le recordó a alguien? ¿Le vino algún nombre a la cabeza? —preguntó intrigado.

 

         —Sí, señor. Pensé en Linkworth —contestó inmediatamente el oficial.

 

         —Draycott, ¿está usted de guardia esta noche? —preguntó el doctor.

 

         —Me temo que sí… ¡y le aseguro que desearía que no fuera así!

 

         —Lo comprendo. Pero, por favor, escúcheme. Estoy convencido de que este «ser» quiere decirme algo. Dele una oportunidad para que pueda acceder al teléfono. Manténgase alejado del aparato esta noche durante una hora, aproximadamente entre las nueve y las diez y media. Yo estaré esperando la llamada. Y si la recibo, le avisaré enseguida.

 

         —Y… ¿no hay nada que temer?

 

         —Estoy seguro de que no —contestó el doctor con calma.

 

 

4

______________

 

         A eso de las nueve y media, Teesdale se encontraba en su estudio. «Si llama —pensó—, creo que lo hará a la misma hora que la noche pasada». Justo entonces sonó el teléfono, algo más fuerte que la otra vez, pero aún de manera anormal.

 

 

 

 

         Teesdale tomó el auricular y se lo acercó al oído. Alguien lloraba. Era el sonido de un corazón roto, desesperado. Escuchó unos instantes y después habló:

 

         —Sí, sí —dijo amablemente—. Soy el doctor Teesdale. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Desde dónde llama? —No preguntó «¿quién es?», pues estaba seguro de conocer la respuesta.

 

         Lentamente, el llanto cesó y una voz susurró:

 

         —Quiero hablar, señor. Debo hablar.

 

         —Sí, sí, puede hablar conmigo —dijo el doctor.

 

         —No puedo hablar con usted, señor. Hay otro caballero… solía venir a verme en la prisión. ¿Le dará mi mensaje? No puedo comunicarme con él de ninguna otra manera. Dígale que se trata de Linkworth, señor, de Charles Linkworth. Soy muy desgraciado, no puedo dejar la prisión… y hace tanto frío… ¿traerá al otro caballero?

 

         —¿Se refiere al capellán? —preguntó Teesdale.

 

         —Sí, sí, eso es, al capellán. Estaba allí cuando crucé el patio anteayer. Rezaba por mí. Me sentiré mejor cuando haya hablado con él.

 

         El doctor dudó unos instantes. «Es una tarea difícil —pensó—. ¿Cómo puedo decirle al capellán que el espíritu de un condenado quiere hablar con él por teléfono?» Sin embargo, Teesdale creía que el desgraciado espíritu quería confesar. Y estaba claro lo que quería confesar…

 

         —Por supuesto —contestó Teesdale en voz alta—. Le pediré que venga.

 

         —Gracias, señor, muchas gracias —dijo la voz. Se estaba apagando—. No puedo hablar más por ahora. Tengo que ir a… ¡oh, Dios mío!... —De nuevo se empezaron a oír terribles y desesperados lamentos.

 

         —¿Qué es lo que tiene que hacer? —preguntó Teesdale con una curiosidad repentina—. Dígame, ¿qué está haciendo? ¿Qué le está ocurriendo?

 

         —No puedo decírselo, no estoy autorizado —dijo la voz en un susurro—. Es parte de… —y lentamente desapareció.

 

         El doctor Teesdale esperó un poco, pero no salieron más sonidos del auricular. Colgó. Tenía la frente bañada en un sudor frío producido por el terror y su corazón estaba acelerado. «¿Es posible que suceda esto? —se preguntaba— ¿o será algún tipo de broma macabra?» Pero, en el fondo de su corazón, sabía que acababa de hablar con un espíritu atormentado, un espíritu que tenía algo terrible que confesar.

 

         Llamó a la prisión. «¿Draycott?» —preguntó. La voz del oficial de la prisión temblaba mientras contestaba: «Sí, señor».

 

         —¿Ha sucedido algo, Draycott?

 

         Dos veces intentó hablar, y las dos veces fracasó. Al fin le salieron las palabras.

 

         —Sí, señor. Ha estado aquí. Lo vi entrar en la habitación en la que está el teléfono.

 

         — ¡Ah! ¿Y habló usted con él?

 

         — No, señor. Sólo pude rezar; estaba muerto de miedo.

 

         — Bueno, no creo que lo moleste más. Ahora, por favor, deme el domicilio del capellán.

 

 

5

______________

 

         La noche siguiente, los dos caballeros estaban cenando juntos en el salón. Cuando la señora Parker los dejó con el café y los cigarros, Teesdale se decidió a hablar del tema con el capellán:

 

         —Mi querido Dawkins —dijo—, pensará que esto que le voy a decir es muy extraño. Pero lo cierto es que la pasada noche y la noche anterior, hablé por teléfono con el espíritu de Charles Linkworth.

 

         —¿El hombre al que colgaron hace unos días? —contestó Dawkins— La verdad, Teesdale, si me ha traído aquí para contarme historias de fantasmas…

 

         —Él me pidió que le trajera aquí, Dawkins.   Quiere decirle algo. Creo que puede imaginar de qué se trata.

        

         —Mire, doctor. No quiero saber nada —dijo el capellán, molesto—. Los muertos no regresan. Han acabado con este mundo: ya no vuelven.

 

         —Por favor, escuche —dijo Teesdale—. Hace dos noches, mi teléfono sonó, pero muy despacio y al descolgar el auricular, sólo pude oír unos susurros. Pregunté a la operadora de dónde procedía la llamada y ésta me confirmó que venía de la prisión. Pero cuando llamé allí, el oficial Draycott me dijo que nadie había utilizado el teléfono en la última hora. Sin embargo, me comentó que había tenido la sensación de que había alguien más en la habitación.

 

         —Me parece que ese hombre bebe demasiado whisky —dijo el capellán ásperamente.

 

         —Es un buen oficial —dijo Teesdale— y un hombre sensato. Pero, en cualquier caso, ¡yo no bebo whisky!

 

         De repente, el teléfono del estudio sonó. El doctor lo oyó claramente:

 

         —¡Ahí está! —dijo— ¿lo oye?

 

         —No oigo nada en absoluto —contestó el capellán enfadado.

 

         El doctor se levantó y fue hacia el teléfono:

 

         —¿Sí? —dijo con voz temblorosa— ¿quién es? Si, sí, el señor Dawkins está aquí. Intentaré que hable con usted.

 

         Volvió al salón.

 

         —Dawkins —contestó—. Por favor, escúchele. Se lo ruego.

 

         El capellán dudó unos instantes. «Está bien» —dijo al fin. Fue hacia el teléfono y acercó el auricular a su oído.

 

         —No oigo nada — dijo— ¡Ah! Me ha parecido oír algo. Un susurro.

 

         —¡Preste atención! ¡Haga un esfuerzo por entender!

 

         De nuevo, el capellán escuchó. De pronto, colgó. Frunció el ceño:

 

         —Algo o alguien ha dicho: «La maté. Lo confieso. Necesito su absolución». Mi querido Teesdale, no es más que una broma pesada. Alguien está jugando con usted un juego macabro, enfermizo. No puedo creer otra cosa.

 

         El doctor Teesdale cogió el auricular.

 

         —Soy Teesdale — dijo—. ¿Puede dar al señor Dawkins alguna señal de que está usted ahí? —dejó de nuevo el teléfono— Dice que cree que puede. Debemos esperar.

 

         Era una noche templada y la ventana estaba abierta. Los dos hombres se sentaron a esperar, pero durante un rato no sucedió nada.

 

         Entonces, el capellán dijo: «¡Ahí lo tiene! ¡Nada en absoluto! ¡Creo que esto demuestra que tengo razón!»

 

         Pero mientras decía estas palabras, un viento helado sopló de repente en la habitación. Movió los papeles que había en la mesa del doctor, que fue hacia la ventana y la cerró.

 

         —¿Lo ha notado?

 

         —En efecto —contestó el capellán—.  Una bocanada de aire frío ha entrado por la ventana.

 

         Una vez más el viento helado sopló, pero esta vez la habitación estaba cerrada.

 

         — ¿Y ahora? ¿Lo ha notado? —preguntó el doctor.

 

         Las manos del capellán temblaban.

 

         —¡Señor! — rezó— ¡protégenos en esta noche!

 

         —¡Algo se acerca! —dijo el doctor.

 

         Y así fue. En el centro de la habitación apareció la figura de un hombre. Tenía la cabeza caída sobre un hombro y no se le veía la cara. Entonces, se cogió la cabeza con las manos y la levantó lenta y pesadamente. El rostro cadavérico los miró. Tenía la boca abierta y miraba fijamente y sin expresión. Alrededor de su cuello había una línea roja. De pronto se oyó el sonido de algo que caía al suelo y la figura desapareció. Pero en la alfombra del estudio había una cuerda.

 

         Durante unos instantes, nadie dijo una palabra. El sudor caía por la cara del médico. El capellán musitaba oraciones con los labios pálidos. El doctor Teesdale señaló la cuerda:

 

         —Esa cuerda ha estado desaparecida desde que Linkworth fue colgado —dijo.

 

 

 

 

         En aquel momento el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, el capellán cogió el auricular enseguida y escuchó en silencio.

 

         —Charles Linkworth —dijo al fin—, ¿está realmente arrepentido por su crimen? —Esperó una respuesta y entonces musitó palabras de perdón.

 

         —No se oye nada más —dijo el capellán, colgando el auricular lentamente.

 

         Entonces, Parker entró con más café. El doctor Teesdale señaló el lugar donde había estado el fantasma.

 

         —Coja esa cuerda, Parker, y quémela —dijo.

 

         Hubo un silencio.

 

         —No hay ninguna cuerda, señor —contestó Parker.

 

 

FIN

 

 

 







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