LA CONFESIÓN DE CHARLES LINKWORTH
E. F. Benson
Traducido por Mª Ángeles Gilabert Carrillo
E
l doctor Teesdale visitó
al condenado en la prisión una o dos veces antes de que éste fuese
ejecutado. Con frecuencia, los condenados sienten una extraña paz a
medida que se acerca la hora de su muerte. Esto también le sucedió a
Linkworth. Mientras hubo un atisbo de esperanza de salvar su vida,
sufrió terribles dudas y temores. Pero, cuando esa esperanza se
desvaneció, aceptó que su muerte era inevitable y adoptó una cierta
resignación.
El crimen había sido especialmente horrible
y por eso nadie se compadeció de él en ningún momento. El condenado
era propietario de una pequeña papelería en Sheffield, en el N de
Inglaterra. Vivía allí con su esposa y con su madre. La anciana no era
rica, pero tenía ahorradas quinientas libras, y Linkworth lo sabía. Su
esposa estaba pasando unos días en casa de unos amigos, así que,
aprovechando su ausencia, Linkworth estranguló a su madre únicamente
para quedarse con su dinero.
Lo cierto es que Linkworth y su madre no
congeniaban. En los últimos años habían sido frecuentes las
discusiones entre ellos. Ella le había amenazado varias veces con
coger su dinero y marcharse a vivir a cualquier otro lugar. De hecho,
el día del asesinato, Linkworth y su madre tuvieron una violenta
pelea. La anciana sacó todo su dinero del banco con la intención de
marcharse de Sheffield al día siguiente. Le dijo a su hijo que se iba
a vivir con unos amigos a Londres. Entonces, él vio la ocasión
propicia y esa misma tarde la estranguló. Luego, apenas anocheció,
enterró el cuerpo sin vida de su madre en un pequeño jardín que tenía
en la parte trasera de la tienda.
Estudió detenidamente el siguiente
movimiento a realizar, antes de que su mujer regresara. Así, por la
mañana, empaquetó la ropa de su madre, la bajó a la estación y la
envió a Londres en un tren de pasajeros. Por la tarde, invitó a unos
amigos a cenar y les contó que su madre se había marchado. Admitió que
jamás se habían llevado bien e incluso confesó que no lamentaba su
partida. Y añadió que ella no le había dado ni siquiera su domicilio
en Londres. De esta manera, Linkworth conseguía dos cosas: que su
mujer no pudiese escribir a la anciana y que todo pareciera normal.
Cuando su esposa regresó, Linkworth le
contó la misma historia y ella, lógicamente, lo creyó. Lo cierto es
que no había nada de raro ni de sorprendente en ella. Transcurrió un
tiempo en el que todo fue muy bien. Al principio, Linkworth fue
prudente. No pagó inmediatamente sus deudas. Además, alquiló la
habitación de su madre a un huésped. Se dedicó a comentar lo bien que
le iba últimamente su negocio. Transcurrió un mes antes de que abriese
el cajón en el que su madre guardaba el dinero bajo llave. Entonces,
cambió dos billetes de cincuenta libras y devolvió el dinero que debía.
Sin embargo, a partir de ese momento, se
volvió descuidado. En lugar de seguir siendo cauto, ingresó 200 libras
en el banco. Entonces empezó a ponerse nervioso y a pensar en el
cuerpo que tenía en el jardín. ¿Estaría bien enterrado? Compró piedras
de varios tamaños y pasó las largas tardes de verano construyendo un
jardín pétreo sobre la tumba. Las flores crecieron y Linkworth volvió
a sentirse tranquilo y confiado.
Pero entonces ocurrió algo inesperado. El
equipaje de su madre había llegado a la estación de Kings Cross, en
Londres y, naturalmente, nadie lo había recogido. Se envió entonces a
la oficina de equipajes perdidos, a esperar a su dueño. El tiempo
pasó, sin que nadie viniera a reclamarlo, hasta que se produjo un
incendio en la oficina. El equipaje de la anciana se destruyó en parte
y la compañía de trenes escribió a su domicilio de Sheffield.
La carta iba dirigida a la Sra. Linkworth
y, lógicamente, fue la esposa de Linkworth quien la abrió. Y esto fue
el principio del fin para él. ¿Qué hacía el equipaje de su madre en la
oficina de equipajes perdidos? Como es normal, no pudo dar una
explicación razonable. Antes bien, tuvo que denunciar su desaparición
a la policía. A partir de ahí, la lenta y silenciosa maquinaria de la
ley inglesa se puso en movimiento. Hombres silenciosos y vestidos de
negro visitaron la tienda de Linkworth. Preguntaron en su banco e
inspeccionaron el jardín de piedra que tenía tras la tienda. Lo
siguiente fue el arresto y el juicio.
Por último, llegó el día de la sentencia.
Las mujeres se arreglaron con esmero para asistir al juicio. Se
pusieron grandes sombreros y la sala brillaba con mil colores. Nadie
sentía compasión por el joven condenado. Muchas de las personas que
estaban allí eran madres. El crimen cometido por el prisionero era un
crimen contra todas las madres, así que, cuando el juez se puso el
birrete negro, todos se alegraron. Sabían lo que esto significaba y
estaban de acuerdo. Aquel hombre era un asesino y el juez debía
condenarlo a muerte.
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Linkworth fue hacia el patíbulo con el
rostro tranquilo e inexpresivo. El Sr. Dawkins, el capellán de la
prisión, hizo lo posible para que el reo confesara su crimen y
manifestase su arrepentimiento. Pero Linkworth no quiso admitir su
culpa. Aquella cálida mañana de septiembre, el sol brillaba sobre el
siniestro grupo que cruzaba el patio de la prisión. El capellán
rezaba. Los oficiales taparon la cara del reo con un trapo negro. Le
ataron las manos a la espalda y lo condujeron a la horca para
castigarlo por su crimen.
A continuación, el doctor Teesdale tenía
que asegurarse de que el hombre estaba muerto. Y así lo hizo. Por
supuesto, lo había presenciado todo. Había oído los rezos del capellán
y había visto a los oficiales poner la soga alrededor del cuello del
condenado. Había contemplado cómo su cuerpo temblaba y se agitaba unos
instantes, hasta pararse definitivamente; fue una muerte limpia. Una
hora después, tenía que examinar el cuerpo y de nuevo comprobó que
todo era normal. El prisionero tenía el cuello roto; la muerte había
sido rápida e indolora. Sin embargo, al examinarlo, Teesdale tuvo una
sensación muy extraña. Sintió que el espíritu del condenado estaba muy
cerca. Pero el cuerpo estaba frío y rígido, pues Linkworth llevaba
muerto ya una hora.
Entonces sucedió otra cosa extraña. Uno de
los oficiales de la prisión entró en la habitación:
—Disculpe, doctor —dijo respetuosamente—.
¿Han traído la soga con el cuerpo? Como sabe, el reo puede quedarse
con ella, pero no la encontramos.
—No —dijo Teesdale, sorprendido—. No está
aquí. ¿Ha mirado en el patíbulo?
Teesdale no pensó más en el tema. La
desaparición de la soga, aunque fuera rara, no era particularmente
importante.
El doctor Teesdale era soltero y gozaba de
una buena posición económica. Vivía en un agradable pisito a cierta
distancia de la prisión. El Sr. y la Sra. Parker, unas personas
excelentes, cuidaban de él. En realidad, no necesitaba el dinero que
ganaba como médico. Pero le interesaban el crimen y los criminales.
Esa tarde, Teesdale no podía dejar de pensar en Linkworth.
«Fue un crimen horrible —se decía—. En
realidad, Teesdale no necesitaba desesperadamente el dinero. Era un
crimen antinatural: ¿estaría acaso loco? En el juicio dijeron que era
un marido amable, un buen vecino… ¿por qué de repente hizo algo tan
horrible? Además, nunca lo confesó. Jamás pidió perdón. Si todo el
mundo sabía ya que era culpable: ¿por qué no lo confesaría?»
Aquella noche, sobre las nueve y media, y
después de disfrutar una de las excelentes cenas de la Sra. Parker,
Teesdale estaba sentado a solas en su estudio. De pronto, volvió a
notar la sensación de otra presencia, de un extraño espíritu. Teesdale
no estaba particularmente sorprendido. «Si el espíritu continúa vivo
tras la muerte del cuerpo —se decía— ¿resulta tan raro que permanezca
un tiempo en este mundo?»
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De pronto, el teléfono de su mesa empezó a
sonar. Normalmente tenía un sonido fuerte y vivo, pero esta vez sonaba
muy suavemente. «Quizá esté estropeado» —pensó Teesdale. Sin embargo,
el aparato continuaba sonando, así que se levantó y cogió el auricular.
—¿Dígame? —contestó.
Sólo se oía un susurro, por lo que Teesdale
insistió:
—¡No le oigo! —dijo— ¡Hable más alto, por
favor!
De nuevo se oyó el susurro, pero Teesdale
no conseguía entender nada. Entonces, el sonido fue bajando, hasta
desaparecer.
Permaneció allí parado unos instantes.
Luego llamó a la operadora:
—Acabo de recibir una llamada telefónica
—dijo—. ¿Por favor, podría decirme de dónde procedía?
La operadora lo comprobó y le dio un
número. Para sorpresa de Teesdale, era el número de la prisión.
Inmediatamente llamó.
Le contestó una voz clara y fuerte.
Reconoció enseguida a Draycott:
—Lo siento, doctor. Debe haber algún error.
No le hemos llamado.
—¡Pero si la operadora dice que llamaron
desde ese teléfono hace unos cinco minutos!
—Debe de estar equivocada, doctor. Lo
siento.
—¡Qué raro! En fin, buenas noches, Draycott.
Teesdale se sentó de nuevo. «Qué cosa tan
extraña» —se dijo—. Empezó a pensar en el sonido extraño que había
hecho el teléfono, y en el susurro que había oído cuando contestó. «Me
pregunto si… —pensó en voz alta— Pero… no, no, es imposible».
A la mañana siguiente, acudió a su trabajo
en la cárcel como de costumbre. De nuevo sintió una presencia cerca de
él. Y la sintió aún con más intensidad en el patio de la cárcel, cerca
del patíbulo. A la vez, en su interior crecía un profundo y misterioso
pánico. Aquél espíritu necesitaba ayuda. Esta sensación era tan fuerte
que casi esperaba ver a Linkworth allí, mirándolo.
Volvió al hospital de la prisión y se
concentró en su trabajo. Pero la sensación de no estar solo no lo
abandonaba. Finalmente, antes de irse a casa, Teesdale se acercó al
patíbulo. Arriba, al final de la escalera, se encontraba el condenado
con la cuerda alrededor del cuello. Teesdale se giró horrorizado y
salió enseguida, blanco de espanto. Sin embargo, era un hombre
valiente y pronto se avergonzó de su actitud. Quiso volver sobre sus
pasos, pero sus músculos no le obedecían. De repente, tuvo una idea:
llamaría a Draycott, el oficial de la prisión.
— ¿Está seguro de que anoche no llamó
nadie? —le preguntó.
Draycott dudó por un instante.
—Nadie llamó, doctor. Yo estaba sentado
cerca del teléfono. Si alguien lo hubiera usado, yo lo habría visto.
—No vio a nadie, entonces.
—Así es, señor… —dudó de nuevo.
—¿En algún momento tuvo la sensación de que
había alguien más allí? —preguntó el doctor con sutileza.
— Me… me temo que sí, señor —dijo Draycott—. Pero esperaba estar equivocado. Tal vez estaba medio dormido. Supongo
que me equivoqué.
—O tal vez, no —dijo el doctor—. Yo sé que
no me equivoqué cuando oí sonar mi teléfono anoche. No sonaba como
siempre. El sonido era tan suave que apenas lo oí. Y cuando lo cogí,
sólo pude oír un susurro. Sin embargo, al hablar con usted, su voz
sonaba fuerte y clara. Ahora estoy convencido de que alguien… o algo
me llamó anoche. Usted estaba allí y sintió su presencia aunque no
viera nada.
Draycott contestó:
—Mire, doctor. Yo no soy un hombre
nervioso, ni tengo mucha imaginación. Pero allí había algo.
Era una noche cálida, sin una pizca de aire. Sin embargo, algo movió
las páginas de la guía telefónica y sopló en mi cara, con un frío
desolador.
El doctor lo miró seriamente.
—¿Le recordó a alguien? ¿Le vino algún
nombre a la cabeza? —preguntó intrigado.
—Sí, señor. Pensé en Linkworth —contestó
inmediatamente el oficial.
—Draycott, ¿está usted de guardia esta
noche? —preguntó el doctor.
—Me temo que sí… ¡y le aseguro que desearía
que no fuera así!
—Lo comprendo. Pero, por favor, escúcheme.
Estoy convencido de que este «ser» quiere decirme algo. Dele una
oportunidad para que pueda acceder al teléfono. Manténgase alejado del
aparato esta noche durante una hora, aproximadamente entre las nueve y
las diez y media. Yo estaré esperando la llamada. Y si la recibo, le
avisaré enseguida.
—Y… ¿no hay nada que temer?
—Estoy seguro de que no —contestó el doctor
con calma.
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A eso de las nueve y media, Teesdale se
encontraba en su estudio. «Si llama —pensó—, creo que lo hará a la
misma hora que la noche pasada». Justo entonces sonó el teléfono, algo
más fuerte que la otra vez, pero aún de manera anormal.
Teesdale tomó el auricular y se lo acercó
al oído. Alguien lloraba. Era el sonido de un corazón roto,
desesperado. Escuchó unos instantes y después habló:
—Sí, sí —dijo amablemente—. Soy el doctor
Teesdale. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Desde dónde llama? —No preguntó
«¿quién es?», pues estaba seguro de conocer la respuesta.
Lentamente, el llanto cesó y una voz
susurró:
—Quiero hablar, señor. Debo hablar.
—Sí, sí, puede hablar conmigo —dijo el
doctor.
—No puedo hablar con usted, señor. Hay otro
caballero… solía venir a verme en la prisión. ¿Le dará mi mensaje? No
puedo comunicarme con él de ninguna otra manera. Dígale que se trata
de Linkworth, señor, de Charles Linkworth. Soy muy desgraciado, no
puedo dejar la prisión… y hace tanto frío… ¿traerá al otro caballero?
—¿Se refiere al capellán? —preguntó
Teesdale.
—Sí, sí, eso es, al capellán. Estaba allí
cuando crucé el patio anteayer. Rezaba por mí. Me sentiré mejor cuando
haya hablado con él.
El doctor dudó unos instantes. «Es una
tarea difícil —pensó—. ¿Cómo puedo decirle al capellán que el espíritu
de un condenado quiere hablar con él por teléfono?» Sin embargo,
Teesdale creía que el desgraciado espíritu quería confesar. Y estaba
claro lo que quería confesar…
—Por supuesto —contestó Teesdale en voz
alta—. Le pediré que venga.
—Gracias, señor, muchas gracias —dijo la
voz. Se estaba apagando—. No puedo hablar más por ahora. Tengo que ir
a… ¡oh, Dios mío!... —De nuevo se empezaron a oír terribles y
desesperados lamentos.
—¿Qué es lo que tiene que hacer? —preguntó
Teesdale con una curiosidad repentina—. Dígame, ¿qué está haciendo?
¿Qué le está ocurriendo?
—No puedo decírselo, no estoy autorizado
—dijo la voz en un susurro—. Es parte de… —y lentamente desapareció.
El doctor Teesdale esperó un poco, pero no
salieron más sonidos del auricular. Colgó. Tenía la frente bañada en
un sudor frío producido por el terror y su corazón estaba acelerado.
«¿Es posible que suceda esto? —se preguntaba— ¿o será algún tipo de
broma macabra?» Pero, en el fondo de su corazón, sabía que acababa de
hablar con un espíritu atormentado, un espíritu que tenía algo
terrible que confesar.
Llamó a la prisión. «¿Draycott?» —preguntó. La voz del oficial de la prisión temblaba mientras contestaba: «Sí, señor».
—¿Ha sucedido algo, Draycott?
Dos veces intentó hablar, y las dos veces
fracasó. Al fin le salieron las palabras.
—Sí, señor. Ha estado aquí.
Lo vi entrar en la habitación en la que está el teléfono.
— ¡Ah! ¿Y habló usted con él?
— No, señor. Sólo pude rezar; estaba muerto
de miedo.
— Bueno, no creo que lo moleste más. Ahora,
por favor, deme el domicilio del capellán.
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La noche siguiente, los dos caballeros
estaban cenando juntos en el salón. Cuando la señora Parker los dejó
con el café y los cigarros, Teesdale se decidió a hablar del tema con
el capellán:
—Mi querido Dawkins —dijo—, pensará que
esto que le voy a decir es muy extraño. Pero lo cierto es que la
pasada noche y la noche anterior, hablé por teléfono con el espíritu
de Charles Linkworth.
—¿El hombre al que colgaron hace unos días?
—contestó Dawkins— La verdad, Teesdale, si me ha traído aquí para
contarme historias de fantasmas…
—Él me pidió que le trajera aquí, Dawkins.
Quiere decirle algo. Creo que puede imaginar de qué se trata.
—Mire, doctor. No quiero saber nada —dijo
el capellán, molesto—. Los muertos no regresan. Han acabado con este
mundo: ya no vuelven.
—Por favor, escuche —dijo Teesdale—. Hace
dos noches, mi teléfono sonó, pero muy despacio y al descolgar el
auricular, sólo pude oír unos susurros. Pregunté a la operadora de
dónde procedía la llamada y ésta me confirmó que venía de la prisión.
Pero cuando llamé allí, el oficial Draycott me dijo que nadie había
utilizado el teléfono en la última hora. Sin embargo, me comentó que
había tenido la sensación de que había alguien más en la habitación.
—Me parece que ese hombre bebe demasiado whisky
—dijo el capellán ásperamente.
—Es un buen oficial —dijo Teesdale— y un
hombre sensato. Pero, en cualquier caso, ¡yo no bebo whisky!
De repente, el teléfono del estudio sonó.
El doctor lo oyó claramente:
—¡Ahí está! —dijo— ¿lo oye?
—No oigo nada en absoluto —contestó el
capellán enfadado.
El doctor se levantó y fue hacia el
teléfono:
—¿Sí? —dijo con voz temblorosa— ¿quién es?
Si, sí, el señor Dawkins está aquí. Intentaré que hable con usted.
Volvió al salón.
—Dawkins —contestó—. Por favor, escúchele.
Se lo ruego.
El capellán dudó unos instantes. «Está
bien» —dijo al fin. Fue hacia el teléfono y acercó el auricular a su
oído.
—No oigo nada — dijo— ¡Ah! Me ha parecido
oír algo. Un susurro.
—¡Preste atención! ¡Haga un esfuerzo por
entender!
De nuevo, el capellán escuchó. De pronto,
colgó. Frunció el ceño:
—Algo o alguien ha dicho: «La maté. Lo
confieso. Necesito su absolución». Mi querido Teesdale, no es más que
una broma pesada. Alguien está jugando con usted un juego macabro,
enfermizo. No puedo creer otra cosa.
El doctor Teesdale cogió el auricular.
—Soy Teesdale — dijo—. ¿Puede dar al señor
Dawkins alguna señal de que está usted ahí? —dejó de nuevo el
teléfono— Dice que cree que puede. Debemos esperar.
Era una noche templada y la ventana estaba
abierta. Los dos hombres se sentaron a esperar, pero durante un rato
no sucedió nada.
Entonces, el capellán dijo: «¡Ahí lo tiene!
¡Nada en absoluto! ¡Creo que esto demuestra que tengo razón!»
Pero mientras decía estas palabras, un
viento helado sopló de repente en la habitación. Movió los papeles que
había en la mesa del doctor, que fue hacia la ventana y la cerró.
—¿Lo ha notado?
—En efecto —contestó el capellán—. Una
bocanada de aire frío ha entrado por la ventana.
Una vez más el viento helado sopló, pero
esta vez la habitación estaba cerrada.
— ¿Y ahora? ¿Lo ha notado? —preguntó el
doctor.
Las manos del capellán temblaban.
—¡Señor! — rezó— ¡protégenos en esta noche!
—¡Algo se acerca! —dijo el doctor.
Y así fue. En el centro de la habitación
apareció la figura de un hombre. Tenía la cabeza caída sobre un hombro
y no se le veía la cara. Entonces, se cogió la cabeza con las manos y
la levantó lenta y pesadamente. El rostro cadavérico los miró. Tenía
la boca abierta y miraba fijamente y sin expresión. Alrededor de su
cuello había una línea roja. De pronto se oyó el sonido de algo que
caía al suelo y la figura desapareció. Pero en la alfombra del estudio
había una cuerda.
Durante unos instantes, nadie dijo una
palabra. El sudor caía por la cara del médico. El capellán musitaba
oraciones con los labios pálidos. El doctor Teesdale señaló la cuerda:
—Esa cuerda ha estado desaparecida desde
que Linkworth fue colgado —dijo.
En aquel momento el teléfono sonó de nuevo.
Esta vez, el capellán cogió el auricular enseguida y escuchó en
silencio.
—Charles Linkworth —dijo al fin—, ¿está
realmente arrepentido por su crimen? —Esperó una respuesta y entonces
musitó palabras de perdón.
—No se oye nada más —dijo el capellán,
colgando el auricular lentamente.
Entonces, Parker entró con más café. El
doctor Teesdale señaló el lugar donde había estado el fantasma.
—Coja esa cuerda, Parker, y quémela —dijo.
Hubo un silencio.
—No hay ninguna cuerda, señor —contestó
Parker.
FIN
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