LA CASA DEL MIEDO
H ubo una vez una familia emigrante que viéndose pobre y sin recursos, decidió volver a su tierra para mejorar su suerte. En el camino el matrimonio y su hijo pequeño tuvieron que hacer noche en un pueblo y allí preguntaron a la gente dónde podrían alojarse.
Uno de los vecinos les ofreció una casona abandonada que estaba a su cuidado. Les contó el hombre que la casa pertenecía a una marquesa que no había pisado el pueblo desde hacía años y se mostró dispuesto a socorrerlos durante unos cuantos días, pero no quiso ocultarles que, según se decía, en la casa había miedo.
Replicó entonces la mujer que en su miseria mal harían preocupándose por esa clase de habladurías, a lo que asintieron el marido y su hijo.
La casa estaba tan polvorienta que esa misma noche tuvieron que ponerse a limpiar y ventilar para poder acomodarse. Precisamente estaba la mujer de rodillas fregando su cuarto en la planta alta, cuando empezó a oírse un rumor que parecía aproximarse; ella no hizo caso y continuó trabajando. Pero, al poco, escuchó un ruido de cadenas y, de repente, se hizo el silencio.
La mujer sintió un escalofrío y, al levantar la vista del suelo, vio a otra mujer vestida con una túnica blanca. Era muy pálida y delgada, con el pelo largo y desgreñado y un moco colgando de la nariz.
—¡Ay, Dios mío, qué asco! —dijo la primera sobreponiéndose.
Y con el mismo trapo que usaba para fregar el suelo, le limpió la "vela" a la fantasma. ésta se dio la vuelta y desapareció.
La mujer no contó a su familia lo que le había pasado para no asustarlos y ella misma se figuró que aquella aparición era producto de su propia debilidad y no pensó que volviera a repetirse.
Pero no fue así, porque a la noche siguiente, mientras la mujer quitaba el polvo de una cómoda, volvió a escucharse el rumor seguido del ruido de cadenas y, de la oscuridad, vio surgir a la misma mujer desaliñada y con un moco más largo aún que el de la víspera.
Ni corta ni perezosa, la valiente mujer limpió la nariz de la difunta con el trapo del polvo y exclamó:
—¡Desde luego, hija mía, qué poco te cuidas! Y, reflexionando, agregó: ¡Anda, vete y que Dios te perdone tus culpas!
La fantasma, sin decir palabra, se retiró por donde había venido.
La tercera noche estaba nuestra mujer recogiendo la ropa sucia cuando al conocido rumor se agregó un ruido más fuerte y chirriante, tanto que el marido y su hijo, temiendo un accidente, corrieron en busca de ella. Entonces, contemplaron atónitos y con los pelos de punta cómo una extraña se acercaba a la mujer.
—¡Vaya, otra vez tú! —dijo la mujer. ¡Parece que me has cogido cariño!
Con gran desparpajo agarró un trapo de los que llevaba en la cesta y le limpió la nariz que esta vez tenía un moco enorme que casi llegaba al suelo. Y añadió con aplomo:
—Espero, hija, que encuentres la paz. Esta noche rezaré por ti.
Entonces el espíritu respondió:
—Gracias, mujer, eres muy valiente. Soy la dueña de esta casa y necesito de tu ayuda para que pueda por fin descansar en paz: entra en el desván del sótano cuando empiecen a sonar los cuartos de la medianoche en el reloj de la iglesia, pero sal de allí antes de que deje de oírse la última campanada o morirás.
Y, sin esperar la respuesta, el ánima se esfumó lentamente en dirección a la escalera.
A esto, el marido y su hijo que apenas habían salido de su pasmo, se precipitaron a abrazar a la mujer, pero la encontraron inexplicablemente serena. En vano intentaron convencerla de que no hiciera caso y de que tenían que abandonar la casa inmediatamente.
Llegó la hora señalada y los tres se acercaron a la puerta del sótano que parecía más siniestra a la luz de la vela. La cerradura estaba oxidada y cedió tras varios forcejeos con la llave. Entonces la mujer, con el corazón agitado, entró tan deprisa como pudo mientras sonaba la segunda campanada.
El cuarto no tenía ventanas y allí no había más mueble que un cofre, pero contenía el tesoro de todo un linaje. La mujer se llenó las faltriqueras y el regazo con lo más valioso que pudo coger, pero no echó en olvido la advertencia de la fantasma y con la última campanada salió del cuarto.
Ahora eran ricos. A la mañana siguiente encargaron una copia de las llaves de la casa y devolvieron a su custodio el juego original; después se despidieron muy agradecidos y con la intención secreta de rescatar poco a poco aquel botín.
En su nueva situación adquirieron la casa, títulos nobiliarios y tierras y, al cabo del tiempo, se presentaron como legítimos propietarios sin que nadie pudiera reconocer en ellos a los antiguos menesterosos.
Sólo son pobres los pobres de espíritu.
Por José Gilabert Carrillo,
a partir de relatos orales
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